Por Sandy Mercedes
Les pregunto como eran las costumbre en el hogar, sonríe y parece volver a la niñez.
En el hogar, me dice, había reglas que bajó ningún pretexto debían ser ignoradas ni violadas.
Reglas impuestas porque si, la mayoría de las veces no comprendidas pero que se cumplían sin discusión algunas.
No se podía esperar las doce del mediodía fuera de la casa,
Error imperdonable.
Error imperdonable.
Era una hora sagrada en que la familia debía estar toda reunida a puertas cerradas.
Sabiendo que era la hora de comer, si usted se quedaba en donde un vecina o algún familiar, estaba diciendo con su actitud que en su casa no había comida.
Grave e imperdonable falta, repite, ningún vecino debía saber si había o no que comer en su casa.
Si la comida era mucha, poca, buena o mala, y hubiera o no que comer, decía, no se debía estar velando en las casas ajenas a la hora de las doce.
Era, sin embargo muy bonito, en los días en que el gato no está al mediodía echado entre las piedras de fogón (como solía decirse).
Ver llegar al padre, quien además de la compra del día, traía un ramo de flores adquirido por un Real (diez centavos) en la plaza, como se llamaba en ese momento el mercado municipal y que a mi madre le encantaba, sobre todo, las Azucena, por su delicado olor y el color blanco de sus pétalos.
Y era bonito también ver aquella pareja al caer la tarde, bien bañada, compuesta, sentada en la acera a la puerta de la casa.
Costumbre muy de aquellos tiempos de brazo echado como dos tortilitos enamorados, felices y sonrientes.
Es una estampa inolvidable para mi, del romanticismo de mis padres en aquellos años.