Por Sandy Mercedes
Si un “argumento” ha sido repetido hasta el hartazgo cuando determinados sectores abordan el “tema haitiano”, es el de la solidaridad ejercida por el país con su desventurado vecino. Contrariando el precepto evangélico de la caridad, que manda que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha, sus sustentadores encuentran un placer casi erótico en enrostrar a los haitianos nuestra magnanimidad y, a la par, su desagradecimiento.
Situar el diferendo en este plano describe muy gráficamente la incapacidad de una parte de la sociedad para pensar de manera razonable (no digo racional, que es otra cosa). Y no aludo al desbordado antihaitianismo, para mi detestable, que puede ser entendido si echamos una mirada a la perturbadora construcción de nuestro etos. Tiene que ver, simplemente, con no poder situarse en un plano que permita otro tipo de alegaciones más digeribles.
Porque hablar de “generosidad”, como incluso lo hace de un tiempo a esta parte el discurso oficial, es perder de vista los procesos históricos de los que esta sociedad es fruto. Es querer soslayar (o quizá ignorar porque nuestra propia historia nos es ajena) que la inmigración haitiana “masiva” comenzó en el siglo XIX y permitió a la industria azucarera local producir plusvalía que no solo enriqueció a determinadas familias, sino al Estado dominicano mismo. Es la sobreexplotación de la mano de obra haitiana la que sustenta hasta más menos los años ochenta del pasado siglo, el crecimiento de una economía agroexportadora, que la emplea ya no solo en la caña sino también en otros cultivos fundamentales y, desde más recientemente, en el sector de la construcción, de crecimiento tan vertiginoso como sospechoso. Esa mano de obra es la que ha levantado una parte importantísima de este “desarrollo” del que nos vanagloriamos.
Cierto es que una considerable cantidad de inmigrantes haitianos, mayoritariamente indocumentados hasta este junio, accede a los precarios servicios sociales que ofrece el Estado dominicano a su propia población. Esto les permite a los alegadores de la “generosidad” –especie de indulgencia celestial para nuestros pecados— hablar de cuánto representan estas prestaciones en el presupuesto nacional. Mas soslayan sistemáticamente contabilizar la aportación de la sobreexplotación histórica de la mano de obra haitiana al producto interno bruto. Si lo quisieran e hicieran, podrían establecer con mayor precisión hacia dónde se mueve el fiel de la balanza. Si lo quisieran e hicieran, también, podrían encontrar datos esclarecedores en fuentes documentales al margen de toda sospecha de voluntad “fusionista”.
El ritornelo de la generosidad podrá servirles a algunos como baremo de supuesta superioridad moral, cuando no política, pero su eficacia persuasiva es dudosa en un mundo en el que la beneficencia mediática es el pan de cada día. Apelar a ella en detrimento de argumentos más sensatos a favor de políticas migratorias adecuadas es una pérdida de tiempo y de inteligencia
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